DOI: https://doi.org/10.32870/vinculos.v5i9.7692
Escritos de frontera
Enfermedades mentales y manicomios en el cine mexicano (1917-1982)
Eduardo de la Vega Alfaro1
1Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara
Resumen
Más allá de los estudios especializados y sus connotaciones “científicas”, las llamadas enfermedades mentales y su tratamiento por medio del encierro y el aislamiento social han encontrado diversas formas de representación artística y mediática. El presente ensayo esboza la forma en que la cinematografía mexicana de diversos periodos ha abordado la compleja problemática de la locura y su respectivo contexto socio-cultural y también político. El estudio se concentra en la serie de productos cinematográficos realizados de forma concomitante a las teorías y prácticas de la Antipsiquiatría surgida en Europa durante la era de la posguerra.
Palabras clave: enfermedades mentales; orden manicomial; Antipsiquiatría; cine mexicano; representación fílmica.
Abstracts
Beyond specialized studies and their “scientific” connotations, the so called mental disorders and their treatment by confinement and isolation have found varied means of art and media representation. The present essay outlines the way mexican cinema addresses the complex difficulties of insanity and its socio-cultural as well as political context through several time spans. The study focuses on the various cinematographic products made along the theories and practices of anti-psychiatry arisen in postwar era Europe.
Keywords: mental disorders; mental institution order; Anti-psychiatry; mexican cinema; film representation.
Recibido: 02/11/2023
Aceptado: 10/01/2024
Si le hablas a Dios estás rezando; si te responde tienes esquizofrenia
-Thomas Szasz
I
Hasta cierto punto, uno de los precedentes y consecuencias de "La Revolución Cultural de 1968" (Inmanuel Wallerstein dixit), vino a ser la proliferación de estudios y prácticas en torno al "orden manicomial" y su derivación en la llamada Antipsiquiatría, especie de movimiento liderado, desde muy diversos flancos y en contextos diferentes, por Thomas Szasz, Franco Basaglia, Giovanni Jervis, David Cooper, Ronald Laing, Aaron Sterson, Erwing Goffman, Igor Caruso, Alicia Roig y los franceses Gilles Deleuze, Felix Guattari y Michel Foucault, entre otros. La crítica ya no sólo a la estructura y funcionamiento de los manicomios sino a las enfermedades mentales supuestamente controladas o curadas en dichas instituciones cambió de una vez y para siempre los conceptos en torno a la locura y sus sustentos científico y terapéutico. Cuando menos una parte de los planteamientos de la Antipsiquiatría terminaría por impactar, en mayor o menor medida, en las entonces nuevas tendencias del cine europeo y estadunidense con la realización de cintas al estilo de Morgan, un caso clínico/Morgan, a Suitable case of Treatment (Karel Reisz, 1965); Marat/Sade (Peter Brook, 1967), basada en la obra teatral homónima de Peter Weiss; Vida en familia/Family Life (Ken Loach, 1971), Locos de desatar/Matti da Slegare, el brillante documental del colectivo encabezado por el afamado Marco Bellocchio (1975), Atrapado sin salida/One Flew Over the Cuckoo’s Nest (Milos Forman, 1975) y Nunca te prometí un jardín de rosas/I Never Promised You a Rose Garden (Anthony Page, 1977) y un largo etcétera.
Uno de los investigadores y teóricos antes nombrados, Thomas Szasz, habló incluso del "Mito de la enfermedad mental", una noción que, plasmada en el libro homónimo (Cf. Szasz, 1973), provocó polémicas de distinto nivel y cuestionó a fondo, cuando menos en su momento, el campo de la Siquiatría concebida como ciencia de la salud, al tiempo que destapó la rígida estructura que daba y todavía otorga sustento a los hospitales siquiátricos.
De acuerdo con su exégeta Frank A. Peña Valdés, en ese texto paradigmático Szasz:
[…] arremete contras las construcciones patológicas que los controladores de turno hacen de actitudes libres de las personas, de la falta de sumisión, por ejemplo, de la desobediencia a las reglas sociales. El invento de la histeria aplicada a las mujeres que no atendían los requerimientos masculinos es un ejemplo clásico. Para él, una enfermedad es algo que debe revelarse en la mesa de autopsias, nunca un comportamiento ‘raro’ o una forma de ver las cosas (Peña, 14 de septiembre de 2018: 2).
Al igual que la gran mayoría de los demás integrantes de la corriente Antipsiquiátrica, Szasz podía argumentar ese tipo de críticas a la noción misma de “enfermedad mental” por un hecho que creo que no ha sido suficientemente estudiado: el de finalmente entender el papel político, social e ideológico que las prácticas médicas despliegan sofisticadamente escondidas en el cientificismo positivista, mismo que, ya sabemos, comenzó a alcanzar su auge en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX.
Los psiquiatras y psicólogos clínicos tradicionales afirma Szasz, suelen ocultar y mistificar su toma de partido tras un manto de neutralidad terapéutica, sin admitir jamás que son los aliados y adversarios del paciente. En vez de definir su intervención como beneficiosa o dañina, liberadora u opresora para el “paciente”, insisten en definirla como un “diagnóstico” o “tratamiento de la enfermedad mental”. Es justamente en este punto, según [Szasz] donde reside el fracaso moral y la incompetencia técnica del psiquíatra contemporáneo” (Peña, 14 de septiembre de 2018: 3).
II
Puestas a debate las anteriores premisas, pasemos al tema que realmente nos interesa, es decir, la manera en la que el cine mexicano, por medio de varias películas seleccionadas por sus respectivas aproximaciones a las “enfermedades mentales”, y al casi siempre consecuente encierro y marginación social a quienes padecen ese tipo de “perturbaciones”.
Inaugurado en las postrimerías de la dictadura porfiriana, el tristemente célebre Manicomio de La Castañeda, situado en los terrenos de la hacienda pulquera de Mixcoac, se convirtió en el principal eje del tratamiento de las enfermedades mentales en México al relevar a establecimientos como el Hospital para dementes de San Hipólito y el Hospital del Divino Salvador, para entonces inoperantes. De hecho, todo indica que cuando menos los hermanos Alva y Salvador Toscano, destacados pioneros del cine nacional, registraron con sus cámaras algunos de los actos ceremoniales que dieron sentido a aquella inauguración, ocurrida como parte de los Festejos del Centenario de la Independencia en septiembre de 1910.[1] Sin embargo, las primeras aproximaciones de la cinematografía mexicana a personajes aquejados por la locura, se remontan al periodo en que se pretendió crear una industria del espectáculo fílmico capaz de satisfacer la cada vez más acuciante demanda de consumo de películas. De acuerdo con los trabajos historiográficos referidos a esa etapa (Véase: Ramírez, 1989: 69 y ss.), caracterizada por la carencia de sonido integrado a la imagen, tres cintas curiosamente realizadas en el mismo año de 1917 pueden considerarse como pioneras en ese rubro.
En Maciste turista, de Santiago J. Sierra (por cierto, hijo del destacado político y pedagogo Justo Sierra y tío del también cineasta Santiago Chano Urueta Sierra), un atlético imitador local del afamado actor italiano Bartolomeo Pagano (el vasco Enrique Ugartechea), aprovechaba un viaje a México para ir a conocer el Manicomio de la Castañeda y tenía algunos contactos chuscos con los dementes internos en ese lugar. En La Tigresa, realizada al alimón por Enrique Rosas y Mimí Derba, adaptación de la novela Cerebro y corazón, obra de la “aristocrática” escritora María Teresa Farías de Issasi, un humilde artesano (Fernando Navarro), recluido en la celda de los locos furiosos, terminaba ahorcando a la malvada vampiresa Eva (Sara Utoff), causante de su desvarío, justo cuando ella hacía una “visita de caridad” al hospital psiquiátrico. Y en La soñadora, de Eduardo Arozamena, la atribulada Emma (Mimí Derba) se iba volviendo loca de amor frustrado mientras besaba y abrazaba el cadáver de su queridísimo Ernesto (el mismo Arozamena), asesinado por descuidar la prisión donde había tenido lugar el reencuentro de esos “amantes malditos”. La desaparición de esa terna de obras fílmicas hace imposible valorar sus respectivos alcances, pero los testimonios hemerográficos de ellas nos permiten suponer que se apegaron a las nociones y convenciones que acerca de la locura imperaban en esa época postrevolucionaria, un periodo en el que el cine nacional se vio sumamente influido por los fastos y melodramas pasionales, los géneros más recurridos por la cinematografía italiana previa al ascenso del Fascismo, entonces predominante en los mercados de buena parte del mundo occidental. Dichas nociones consideraban a la locura como una enfermedad altamente peligrosa y hasta contagiosa, lo que ameritaba el encierro y diversas formas de “tratamiento”, mismas que serían estudiadas por Michel Foucault en el primer tomo de su indispensable Historia de la locura en la época clásica (Foucault, 1967), obra en la que se apunta que, en un momento dado, la Europa post medieval, pero sobre todo en Francia e Inglaterra, una nueva enfermedad, la locura, suplanta a la lepra en lo que a segregación social se refiere y que dicha perturbación con respecto de lo que se considera como la norma de salud “tiene también sus juegos académicos; es objeto de discursos, ella misma los pronuncia, cuando se la denuncia, se defiende, y reivindica una posición más cercana a la felicidad y a la verdad que la razón, más cercana a la razón que la misma razón”.
Una década después de esos primeros afanes fílmicos nacionales en torno a la locura irrumpe El puño de hierro, filme insólito realizado por Gabriel García Moreno en la ciudad de Orizaba, Veracruz con patrocinio del Centro Cultural Cinematográfico S. A. Pese al moralismo implícito de su rocambolesca trama, uno de los no pocos méritos de la cinta fue la de haber empleado terribles imágenes documentales, seguramente captadas en algún manicomio real, a fin de ilustrar el discurso que el médico Anselmo Ortiz (Manolo de los Ríos) proclama en un parque público para alertar sobre el consumo de drogas, lo que puede llevar a sumergirse en la locura y tener que ser sometido con camisa de fuerza o vegetar de forma dantesca. Que tiempo después el galeno resulte el principal narcotraficante va más allá de la simple paradoja: se trata de un cuestionamiento, si bien elemental, de la manipulación que la ciencia puede llevar a cabo sobre las enfermedades mentales y sus derivados.
Luego del relevante caso que vino a significar El puño de hierro tuvieron que trascurrir ocho años para que el cine mexicano, que ya presumía de haber alcanzado el status de invento con uso del sonido integrado a la imagen, hiciera aparecer de nuevo a un personaje estigmatizado por su condición de loco. El intenso melodrama Celos (Arcady Boytler Rososky, 1935), director afincado en México y ya para entonces realizador de la exitosa La mujer del puerto (1933), dio la pauta a una trama que intentaba explicar la perturbada conducta de un médico interpretado por Fernando Soler, aquejado de “celotipia” o celos enfermizos. Como parte de su campaña publicitaria, la cinta fue avalada por el “diagnóstico” que el Doctor Alfonso Millán Maldonado, a la sazón director general del Hospital La Castañeda y vocal de la primera Sociedad Mexicana de Neurología y Psiquiatría, hizo del personaje principal en una entrevista publicada por el diario Excélsior el 22 de enero de 1936. Para el prestigiado médico:
El protagonista de la historia que se desarrolla en Celos recorre el curso natural de un trastorno psíquico que tiene su origen en un fuerte choque nervioso. Este padecimiento es muy común entre individuos que trabajan extraordinariamente con la imaginación/En el personaje se aprecian en forma notoria las manifestaciones de ese mal, recrudeciéndose a medida que éste va apresando al organismo a causa de la serie de acontecimientos en su vida íntima, que contribuyen a exacerbar la locura que denota después de pasado algún tiempo de su matrimonio/El caso es muy interesante y está elocuentemente tratado en la película.
Remotamente inspirada en pasajes de La sonata de Kreutzer, novela del ruso León Tolstoi, desde el punto de vista dramático Celos traza una espiral que va de la lucidez y la razón al infierno de la locura y de ahí a la trágica muerte por suicidio. La última parte de la cinta, incluido su clímax delirante, que permitió recurrir con gran aplomo a recursos expresionistas puestos en boga por el clásico El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene 1919), se desarrolla en cinco espacios a los que corresponden interesantes matices estilísticos: la casa campestre, rodeada de paisajes bucólicos y altas montañas; el dantesco manicomio en el que unos internos más bien chistosos se dedican a “cazar” espíritus o sentenciar que “Por ninguna mujer vale la pena sufrir”; los oscuros y tortuosos callejones por los que corre frenético el atribulado médico; el aséptico hospital en el que el protagonista comete todo tipo de agravios, y la lúgubre e inmensa casona en la que el enloquecido protagonista sale disparado en su auto para intentar estrangular a su amada que supone infiel. Ingenua y presumiblemente didáctica, la obra de Boytler se apega plenamente a las convenciones del discurso siquiátrico y del orden manicomial, según lo demuestran los mencionados elogios vertidos a ella por el entonces director de La Castañeda, institución que ya para ese momento había adquirido pésima fama, sobre todo debido a la oprobiosa manera en que trataba a los internos. La cinta incurre, pues, en un sicologismo demasiado burdo y en una visión muy complaciente acerca del universo de los hospitales siquiátricos. A ese respecto, el sicoanalista y crítico e historiador de cine Antonio Montes de Oca señaló que: “El ‘Hospital Salud’, bajo la dirección del eminente Dr. Ocio [sic], inaugura toda una tradición institucional cinematográfica al abrir sus puertas a obsesivos galenos, sólo expiables a través del ritual suicida […] y albergar a toda suerte de estereotipados dementes que deambulan por los patios del sanatorio, lucubrando planes de fuga […]” (Montes de Oca, marzo de 1978: 6). Sin embargo, justo es advertir que gracias a unos shots documentales “de ambiente” en los que se presenta a auténticos locos recluidos en La Castañeda, Celos sí alcanzó a mostrar, que no a denunciar, el terrible mundo que se encerraba (y se encierra) tras la tapia del manicomio[2]; un mundo que muy poco tenía que ver con las propuestas del filme boytleriano, pese a que la imagen-shock que de hecho cancelaba la trama permitía ver el cadáver del protagonista ahorcado en la tenebrosa celda del hospital para enfermos mentales, lo cual era resultado no tanto del agobio padecido por el personaje en ese lugar sino por la manifiesta incapacidad de soportar su trastorno mental.
Al margen de una serie de títulos sobre los cuales no vale la pena detenerse, para los propósitos que nos planeamos en este trabajo podemos decir que, una vez transcurrida la llamada “Época de oro” del cine mexicano, la empresa productora regenteada por Pedro A. Calderón, otrora especialista en exitosas cintas de cabareteras y rumberas, financia la realización de Manicomio (José Díaz Morales, 1957).[3] El cineasta, de origen español, había filmado Extraña obsesión (1946), curioso melodrama en torno a la figura de un galán (Antonio Badú) que al final superaba la “momentánea perturbación de sus facultades mentales”, esto según el comentario del periodista Fernando Morales Ortiz aparecido en Esto del 8 de marzo de 1947. Al parecer, la cinta abundó en el sicologismo del que haría gala, pero en un plano mucho más sofisticado, El hombre sin rostro (Juan Bustillo Oro, 1950), drama en el que el otrora brillante dramaturgo explicaba la perturbada conducta del personaje interpretado por Arturo de Córdova, consagrado como emblema del “agobio y la complejidad mental” en personajes protagónicos de películas como Crepúsculo (Julio Bracho, 1944) o Él (Luis Buñuel, 1952), una de las obras maestras mexicanas de dicho director.
Claramente influenciada por la exitosa cinta hollywoodense Nido de víboras/The Snak Pit (Anatole Litvak 1948), Manicomio exponía con cierta profundidad el caso de Beatriz (Luz María Aguilar), una mujer afectada por psicosis aguda a resultas de un fuerte complejo de culpa y su postrer reintegración social luego de tener que soportar, sin crítica ni oposición de su parte, un penoso pero supuestamente eficaz tratamiento que lo mismo mezclaba drogas tranquilizantes, insulina, psicoterapia y, sobre todo electro shocks, recurso común por la Siquiatría oficial que sería señalado como un medio para sojuzgar y aniquilar a los pacientes al quitarles hasta el mínimo impulso vital. La terrorífica atmósfera del hospital mixto en el que trascurría la trama concebida por el argentino Ulises Petit de Murat y el mismo Díaz Morales era captada con abundancia de planos inclinados (sofisticada fotografía expresionista de Raúl Martínez Solares). Ello permitió darle algún realce a la en no pocas ocasiones burda exposición de casos diagnosticados como manías depresivas, catatonia, epilepsia, paranoia y demás formas de la “perturbación de la conciencia”. Tampoco faltó el motín de internos controlado con lujo de violencia ni el apoteósico final en el que, según la irónica observación de Emilio García Riera, “todos, locos y cuerdos, se reúnen en la capilla y entonan con igual devoción e iguales buenas maneras un fervoroso canto a la Virgen; en ese cuadro, Aguilar (ex-loca) y [Joaquín] Cordero (doctor audaz de la nueva generación) se toman de la mano enamoradísimos y agradecidísimos a la Santísima Virgen y al eficacísimo electro shock” (García, 1994: 72).
Más allá de la reaparición de estereotipos de la locura y conductas asociadas a tal concepto, de la cinta llama la atención por su diríase obsesiva manera de tratar de mistificar el papel jugado por los cuadros médicos, todos ellos ejemplos de probidad y profesionalismo, cuando, en la realidad, el Hospital General de La Castañeda ya era conocido como “Las puertas del infierno” y era ejemplo de todo tipo de precariedades (hacinamiento incluido), insalubridades y ejercicio de violencia institucional, a pesar de que para esa época, finales del sexenio del veracruzano Adolfo Ruiz Cortines, el país vivía una de los mejores momentos de su accidentada Historia, lo que se cifraba en un crecimiento promedio del 7% del PIB y una notable expansión de los llamados “sectores medios”. En otras palabras, Manicomio se negaba a señalar las causas sociales y profundas de las llamadas enfermedades mentales, al tiempo que evitaba denunciar las pésimas, deprimentes condiciones que imperaban en la todavía principal institución siquiátrica del país.
A principios de década de los sesenta del siglo XX, una de las figuras cómicas propuestas por el cine mexicano, Manuel Loco Valdés, adquirirá cierto relieve quizá por su manera de burlarse de todo género de convenciones. Títulos como Con quien andan nuestros locos (Benito Alazraki, 1960), Locura de terror (Julián Soler, 1960) y Dos tontos y un loco (Miguel Morayta, 1960), pretendieron convertir a Valdés en emblema del joven hiperkinético y desadaptado a unas normas sociales que ya no se ajustaban lo suficiente a la nueva ola de Modernidad que comenzó a irrumpir en la cultura nacional. La risible “casa de reposo para enfermos mentales” en que ocurría la desorbitada trama de la película Viaje a la luna (Fernando Cortés, 1957), quizá no por casualidad obra coincidente con la realización de Manicomio, parecía ser el espacio idóneo para las gracejadas de cómicos entre los que se contaba al Loco Valdés, quien, para desgracia del cine nacional, encontraría en la televisión un espacio relativamente mejor para explotar su talento.
En 1969, es decir, un año después de que por decreto del gobierno del poblano Gustavo Díaz Ordaz el añejo Manicomio General de La Castañeda despareciera por inoperante para dar paso a seis “modernos” hospitales neurosiquiátricos encabezados por el “Fray Bernardino Álvarez”, el “Adolfo M. Nieto” y el “José Sáyago”[4], el cómico Alfonso Arau, precisamente uno de los protagonistas de Viaje a la luna, debutaba como director con El Águila Descalza (Alfonso Arau, 1969). Parodia “subdesarrollada” a la saga de filmes de Súper héroes hollywoodenses, la Ópera Prima de Arau se situó claramente en los terrenos de la ideología de izquierda que sucedió al Movimiento Estudiantil-Popular de 1968, ferozmente reprimido con la matanza de la Plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de aquel año axial. En uno de los momentos más significativamente grotescos de la cinta, el anti-héroe encarnado por el mismo cineasta debutante iba a dar con sus huesos a un manicomio, asfixiante espacio del que lograba evadirse luego de promover una intensa “rebelión de orates”, un tanto semejantes, en cuanto a indumentaria y actitudes, a los de Viaje a la luna. Imposible no interpretar ese acto de rebeldía como una especie de metáfora, en el plano lúdico-satírico, de algunas de las jornadas que dieron su sello a dicho Movimiento Estudiantil-Popular, contestatario a un régimen profundamente autoritario pese a estar encabezado por civiles. De ahí que la revuelta manicomial tuviera también un sentido tan desafiante como festivo, algo de lo que explica el éxito obtenido por la película, tanto en la taquilla (estreno en trece salas de la capital del país y permanencia de seis semanas), como en la obtención de varios premios Ariel. En este caso, la obra de Arau ya podría considerarse como coincidente con algunos de los planteamientos de las diversas tendencias de la Antipsiquiatría europea y estadunidense, que justamente planteaban la necesidad de oponerse, en primera instancia, a considerar a la locura como una enfermedad que en todos los casos ameritaba la necesidad de segregación social y empleo de recursos “radicales” como los electro-shocks y dosis de diversas drogas de control de las conductas “desviadas”.
La mansión de la locura (Ópera Prima de Juan López Moctezuma, 1971), exlocutor y productor de cine extravagante[5], vino a ser un caso hasta cierto punto extraordinario por lo que corresponde al tema que nos ocupa. Si su título semeja al de una de las tantas cintas protagonizadas por Manuel Loco Valdés, en rigor estamos ante la estrambótica versión de un breve relato de Edgar Allan Poe, “El sistema del Doctor Alquitrán y del Profesor Pluma”. Así, todo parecía realizado para emular la estética grotesca de Marat/Sade y, como otras películas mexicanas de la época, incluida El Águila Descalza, crear otra alegoría sobre los acontecimientos que dieron su sentido al Movimiento Estudiantil Popular de julio-octubre de 1968. La obra fílmica, de la que también se hizo una versión hablada en inglés, ubicaba su trama en la Francia del siglo XIX y giraba en torno a las prácticas “de benignidad” ejercidas en un sinuoso hospital siquiátrico dirigido por cierto personaje grotesco, en realidad un impostor, quien promueve el hedonismo como vía de retorno a la salud mental. Una sofisticada fotografía en Eastmancolor de Rafael Corkidi y las anticlimáticas actuaciones de la mayoría de los intérpretes (encabezados por Claudio Brook, quien apenas unos años atrás había protagonizado Simón del desierto, última cinta mexicana de Luis Buñuel filmada en 1964) parecieron reforzar la idea de que el universo de la locura es inaccesible para el racionalismo cartesiano, pero, al final, el asesinato del director usurpador dejaba claro la propuesta simbólica de López Moctezuma: hacer una finalmente fallida analogía entre el orden manicomial y el Stablishment moderno. No dejó de resultar paradójico que, años después, López Moctezuma padecería problemas que la Siquiatría tradicional catalogaba como “perturbaciones mentales” (depresión, angustia, etcétera), lo que sería motivo para ser encerrado en diversas clínicas especializadas en las que, medicamentos y tratamientos de por medio, intentaron devolverlo en vano a la “normalidad”.
Así, tanto El Águila Descalza como La mansión de la locura quedaron como dignos herederos de la estrecha visión que sobre las enfermedades mentales había plasmado el “Viejo cine mexicano”, ello no obstante de su pertenencia a las tendencias que ambicionaban renovar a nuestra cinematografía.
III
Pese a los intentos que parecieron hacerse en algunos centros hospitalarios mexicanos de salud mental para modificar o al menos atenuar el uso de lobotomías, electro shocks y fármacos para controlar a los pacientes, ello como resultado del influjo de las ideas de los principales teóricos de la Antipsiquiatría, ese tipo de prácticas, aunque con algunos matices, se mantienen hasta la fecha en dichos espacios. Sin embargo, en plena atmósfera post-68, algunas cintas nacionales interiorizaron, hasta donde fue posible, las propuestas de esa corriente opositora a la Siquiatría oficial, ejercida hasta en los países del llamado “Socialismo real”.
Con el decidido apoyo de la Dirección General de Actividades Cinematográficas de la UNAM, La institución del silencio (Alberto Cortés, Julián Meza y Jorge Acevedo, 1975-1977), corto documental de 20 minutos, realizado por directores vinculados al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC-UNAM), pretendió emular los alcances de la antes mencionada cinta italiana Locos de desatar, que hasta la fecha sigue siendo el modelo de documento fílmico más radical, ello gracias a su registro de las experiencias de “Psiquiatría democrática” llevadas a cabo en el Hospital especializado de Parma, Italia. Asimismo, inspirado por las teorías del movimiento Antipsiquiátrico europeo, en el corto de Cortés-Meza-Acevedo se denuncian, pues, las precarias condiciones padecidas por los llamados "enfermos mentales" (falta de alimentos y atención médica, insalubridad, torturas, hacinamiento, etcétera), y se cuestionan los modos de la reclusión de la locura en México, que incluyen el empleo de electro shocks y psicofármacos al por mayor. Filmada de manera un tanto clandestina en el Hospital Psiquiátrico Adolfo M. Nieto, ubicado en el municipio de Acolman, Estado de México (los realizadores solicitaron permiso para rodar las actividades de un grupo de teatro en el interior del establecimiento y lograron así imágenes insólitas de la vida cotidiana de los pacientes), la cinta empieza formalmente con un larguísimo travelling sobre el muro que parece marcar la frontera oficial entre los mundos de la razón y la locura. Incluye además entrevistas con el director del lugar (quien no se percató de que sus declaraciones contrarias a la antipsiquiatría estaban siendo grabadas para la película) y con médicos, parientes de los internos y algunos ex pacientes que relatan la situación que atravesaron durante su estancia en el manicomio. Las condiciones del rodaje y la premura con que tuvo que ser editada para poder participar en festivales y seminarios internacionales hicieron que la película pareciera inconclusa, o que en algunos momentos se torne incomprensible y con muchas fallas técnicas, sobre todo en el rubro del sonido. Sin embargo, resulta claro que las imágenes se convirtieron en un testimonio sobre el oprobioso universo que aún suele esconderse bajo la tapia de las instituciones de marginación y represión de la locura.
Una vez reabierta esa tapia del manicomio prevaleciente en México, dos películas de largometraje filmadas en 1979 se destacaron por sus respectivas aproximaciones a la mitología de las enfermedades mentales desde la mirada de otros tantos integrantes de la generación que seguía proponiendo hacer un “Nuevo cine mexicano”: Sergio Olhovich y Jaime Humberto Hermosillo, quienes ya contaban con destacadas trayectorias en el medio fílmico nacional. En un contexto ciertamente poco apto para ello (estamos en el momento en que la nefasta política fílmica implementada por el gobierno de José López Portillo hizo disminuir la siempre necesaria intervención estatal en el sector de la producción), Olhovich logró dar un nuevo impulso a su carrera con la adaptación de El infierno de todos tan temido, una de las pocas novelas publicadas en México acerca de la locura y la represión que suele ejercerse para mantener el orden manicomial y la estructura social que lo determina. Congruente con sus ideas de izquierda, el cineasta dio un giro a la trama original (en el texto de Luis Carrión el protagonista terminaba aniquilado como consecuencia de las “terapias” a las que había sido sometido), y planteó una obra que, al menos en primera instancia, puede ubicarse en los terrenos del cine identificado con las teorías antipsiquiatrías, entonces todavía en boga. Gracias a ello, la película pudo ubicarse por encima de sus predecesoras locales realizadas hasta ese momento. Un cierto afán realista y denunciatorio llevó a Olhovich a filmar en las escasas ruinas del viejo hospital de La Castañeda y a recibir asesoría por parte de especialistas en la construcción de aparatos para la aplicación de electro shocks, esto según una nota de rodaje aparecida en El Heraldo (21 de febrero de 1979). Para esa misma fuente, el director declaró que su cinta era
[…] de crítica, en muchos aspectos; el argumento narra las tribulaciones de un escritor que, a consecuencia de una crisis nerviosa, es internado en un sanatorio de salud mental. Una vez allí, observamos ese micromundo que de alguna manera refleja la sociedad de afuera, porque están mezcladas las clases sociales, ricos con pobres, viejos con jóvenes; todo ello nos da una riqueza de ambiente y situaciones ideales para el personaje. Fuimos a varias instituciones de salud mental para buscar asesoramiento de varios médicos y observar el funcionamiento [de esos lugares] [...].
En La letra y la imagen, suplemento de El Universal (19 de octubre de 1980), el crítico y guionista Francisco Sánchez admitió que:
[...] La última parte [de la película] se compone gratamente al entrar en un terreno lúdico, de juego infantil perfectamente asumido, y en el que el cliché, despojado de adjetivos, se trasforma en símbolo universal: la revuelta pura y simple contra el poder establecido, gozosa, espontánea, franca, natural y desmitificadora, como una muy legítima metáfora del 68 [...].
Esas características resultaron suficientes para que la película sufriera amagos de censura, fuera declarada “subversiva” por las autoridades correspondientes, permaneciera enlatada durante un tiempo y fuese estrenada de tal forma que su paso por la cartelera se notara lo menos posible.
Sin embargo, las marcadas pretensiones críticas y metafóricas del cineasta resultaron saboteadas por el deficiente trabajo de la mayoría de los actores y, ante todo, por el simplismo, esquematismo y maniqueísmo en que se sustentaba la trama. Tomás Pérez Turrent acertó al apuntar que:
[...] Habría que reprochar a Olhovich ciertas obviedades, lo que por otra parte permite una fácil comprensión (¡hasta el director de [la empresa estatal] Conacine ha sido capaz de leer la metáfora!). Estas y otras lagunas son el resultado de una puesta en escena demasiado tradicional, ‘tranquila’, tímida, que ahoga un poco la fuerza de los temas abordados. La justa y aún audacia de sus proposiciones no encuentran una forma fílmica equivalente. Ahí donde hubiera faltado una distancia, una interrogación sobre el espacio fílmico, una reelaboración de la relación obra-espectador, aparecen los procedimientos más tradicionales, aquellos en los que el clasicismo se confunde con el academismo [...] (Pérez Turrent, 21 de noviembre de 1981).
Pese a esas deficiencias, algunos momentos revelan que Olhovich quiso ir más allá de lo convencional mediante el uso de efectos dramáticos de desdoblamiento (cuando acude a la presentación de un libro, el protagonista Manuel Ojeda mira a un espejo y descubre su propia imagen que suple la del novelista); de distanciamiento brechtiano (antes de comenzar a tener alucinaciones, el protagonista se dice asediado por una cámara de cine), y de significación del plano (en una toma subjetiva en top shot, la figura de Ojeda queda empequeñecida y doblemente encerrada entre las líneas del encuadre y las de una pequeña ventana). Nostálgico de la ahora ya desaparecida URSS, país en el que se formó como cineasta, el director hizo que su personaje evocara la nieve de Moscú y se viera a sí mismo siendo bañado por un par de enfermeras que hablan ruso mientras comienza a caer escarcha tras la ventana. Más que ejemplos de un cine “de autor”, tales momentos se sienten sumamente forzados y hasta pretenciosos.
En el número 101 de la revista Cine Cubano (1982: 66-68), el ya para entonces afamado escritor colombiano Gabriel García Márquez publicó una nota en la que explicaba de forma detallada un caso verídico, ocurrido en España, mismo que dio pie para que el autor redactara una serie de “notas sueltas”. Suponemos que dichos apuntes serían, a su vez, la base de lo que tiempo después se convertiría en uno de los relatos (“Sólo vine a hablar por teléfono”, fechado en abril de 1978) del libro Doce cuentos peregrinos, editado en 1992. El escrito narraba la historia de una mujer que, por error, era forzada a permanecer en un dantesco manicomio sin posibilidad de regresar al “mundo de la normalidad”. El gran autor de Cien años de soledad precisó que algunos años atrás había contado tal episodio al recientemente fallecido cineasta Jaime Humberto Hermosillo, formado en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM y cofundador del Centro de Investigación y Enseñanza Cinematográficas de la Universidad de Guadalajara, “con la esperanza de que lo convirtiera en una película” y que, dos meses después de aquella charla, aquel fue a decirle:
sin ningún anuncio previo que ya tenía el primer borrador del guion, de modo que seguimos trabajándolo juntos hasta su forma definitiva. Antes de estructurar los caracteres de los protagonistas centrales -proseguía García Márquez-, nos pusimos de acuerdo sobre cuáles eran los dos actores que podían encarnarlos mejor: María Rojo y Héctor Bonilla. Esto nos permitió además contar con la colaboración de ambos para escribir ciertos diálogos, e inclusive dejamos algunos apenas esbozados para que ellos los improvisaran con su propio lenguaje durante la filmación [...] [María de mi corazón] se filmó en dieciséis milímetros y en color, y en 93 días de trabajos forzados en el ambiente febril de la colonia Portales, que me parece ser una de las más definitivas de la ciudad de México [...].
Como en Las apariencias engañan (Jaime Humberto Hermosillo, 1977), en María de mi corazón el director retornó al cine hecho al margen del esquema industrial, en este caso al producido en forma de cooperativa y con intérpretes afiliados al fugaz Sindicato de Actores Independientes (SAI), para de esta forma proseguir con una carrera que desde aquel momento se caracterizaría por desarrollarse a toda costa, sin que importaran demasiado las no pocas limitaciones de producción. Parece ser que el noveno largometraje de Hermosillo fue concebido originalmente como un telefilme para ser proyectado en dos partes de una hora cada una. Ello explica la sensación de estar viendo una cinta dividida en forma tajante. En lo que vendría a ser la parte introductoria del relato fílmico, se describen, con sobriedad y buen sentido de humor, las vicisitudes de la pareja muy bien encarnada por Rojo y Bonilla. Su contexto es el de la colonia Portales, espacio caracterizado por concentrar a un peculiar núcleo de los sectores medios de la ciudad de México (García Márquez señaló haber conocido muy bien dicha área urbana ya que había trabajado en la sección de armada de una imprenta ahí situada, y que “por lo menos un día a la semana, cuando terminábamos de trabajar, me iba con aquellos artesanos y mejores amigos a bebernos hasta el alcohol de las lámparas en las cantinas del barrio”).
Desde lo que tiene toda la apariencia de ser una comedia costumbrista con cierto gusto por lo fantástico y la desinhibición sexual, se da el vuelco repentino a una tragedia signada por el absurdo. En esta parte complementaria, sin duda la más interesante, se aborda un serio cuestionamiento a todo lo que Thomas Szasz y sus epígonos combatieron por medio de escritos, pero también, en la puesta en práctica de otras formas terapéuticas, liberadoras y por lo tanto no sujetas al confinamiento permanente en los terribles espacios del manicomio tradicional. Un simple equívoco hace que la protagonista del filme caiga y quede atrapada en las redes de la verdadera “fábrica de locura” en que, de acuerdo con esos mismos autores, se había convertido la estructura siquiátrica (para concebir el ambiente de esta parte de su película, Hermosillo declaró a quien esto escribe haberse inspirado en La institución del silencio, el ya mencionado trabajo documental de Cortés-Meza-Acevedo). Aquí, la jefa de enfermeras del pabellón cinco, más que un ente malvado es la representante de las “batas blancas” que ejercen contra las internas una forma de poder enfermizo y desproporcionado, en todo caso igualmente merecedor de encierro y aislamiento en esa manera de totalitarismo que se resguarda detrás de las paredes del hospital siquiátrico.
Durante el prolongado periodo que va de 1917 a 1978, poco más de seis décadas para ser exactos, el mito de las enfermedades mentales fue lo mismo reciclado que puesto en tela de juicio por el cine mexicano, hecho que equipara a esta manifestación artística con las surgidas en buena parte de los países de Occidente. Ese objeto de estudio, del que aquí solamente hemos expuesto las líneas a seguir, no marcó pautas sino que, por lo contrario, continuó lo trazado por cinematografías “de avanzada” (principalmente la inglesa, francesa e italiana); aun así, la tímida o abierta revelación de las condiciones operantes de las instituciones siquiátricas locales puede considerarse como una aportación al flujo de películas preocupadas por significar en la pantalla a los llamados enfermos mentales como a los espacios destinados para su resguardo y posible recuperación. Lo cierto es que cintas como La institución del silencio, El infierno de todos tan temido y María de mi corazón parecían haber marcado un punto de no retorno en lo que concierne a uno de los más oprobiosos asuntos que también caracterizan al muy limitado ensayo de Modernidad aplicado en nuestro país.
Sin embargo, la respuesta a esta mirada mucho más desencantada del universo manicomial no tardó en llegar. Y lo hizo por medio de una producción de la empresa Televicine, la filial fílmica de Televisa, patrocinadora de Los renglones torcidos de Dios (Tulio Demichelli, 1981), versión de la novela homónima del escritor español Torcuato Luca de Tena, de poco disimulada simpatía por los métodos fascistas. Inverosímil historia de una bella mujer (laentonces “rutilante” Lucía Méndez) que padece trastornos mentales apenas disfrazados, la cinta mostraba al manicomio como una institución regeneradora a pesar de todo, al grado que, al final, la protagonista, ya dada de alta por médicos muy profesionales para volver al “mundo normal”, prefiere regresar, con gusto manifiesto, al “infierno” del hospital siquiátrico pues ahí ha encontrado el verdadero sentido a su vida ayudando a los enfermos. Acaso sin proponérselo, la obra de Demichelli hizo eco a la nefasta política cinematográfica de Margarita López Portillo, quien no tuvo recato para comenzar a ensayar hacia el interior de la industria fílmica nacional los postulados del neoliberalismo, cosa que implicó inventar delitos a fin de encarcelar a funcionarios que se oponían a sus dictados.
Aun así, el sentido ideológico que impera en cualquier mirada fílmica acerca de la tapia del manicomio ya estaba perfectamente delimitada, Y las últimas cuatro películas sobre las que se ha hablado en este trabajo cierran una etapa de nuestra historia fílmica en lo que a su tema concierne, al tiempo que abren una nueva, misma que ya sería materia de otro trabajo.
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[1] (Cf. De los Reyes, 1986: 58 y 59). La oropelesca ceremonia inaugural sucedió el 1 de septiembre de 1910 y, al parecer, con tomas de ese ritual dio principio la respectiva cinta del mencionado Salvador Toscano.
[2] Imágenes asimismo captadas en La Castañeda serían incluidas en Cuevas (Juan José Gurrola, 1965), cortometraje que formó parte del tríptico “La creación artística”, financiado por la UNAM. Sólo que en este caso tal registro dio la pauta para establecer un significativo contraste con la obra gráfica del innovador y ya fallecido artista plástico José Luis Cuevas, que entre sus líneas de búsqueda intentó captar la locura como uno de los extremos de la psique y el alma humanas. Primero en negativo y luego mostradas de manera intermitente con la labor creativa del dibujante sobre su mesa de trabajo cotidiano, esas imágenes parecían desembocar en una especie de retrato en la que este aparece, con la mirada perturbada, rodeado de enfermos aparentemente tan alucinados como él mismo.
[3] Coincidiendo con la filmación de esta cinta, la Lotería Nacional para la Asistencia Pública financió la producción del cortometraje Puertas cerradas (10 minutos de duración), de Francisco del Villar y con voz en over de Claudio Brook, trabajo acerca de la vida cotidiana en la nueva granja de neuropsiquiatría del antiguo manicomio general de Zoquiapan, ubicado en el Valle de Chalco. El cineasta recurrió a un actor profesional (Luis Beristáin, también intérprete de la mencionada Él) para convertirlo en el eje dramático del supuesto giro que vino a representar el uso de la “terapia ocupacional y recreativa” para la mejora de las condiciones de las perturbaciones mentales de los enfermos recluidos en el entonces nuevo establecimiento. Así, el corto, preservado en la Filmoteca de la UNAM, elogiaba al régimen de Adolfo Ruiz Cortines y sus hipotéticas preocupaciones en materia de salud pública.
[4] La Filmoteca de la UNAM conserva un corto documental a propósito de ese cambio de espacios y parámetros médicos: Castañeda, viejo manicomio, que al parecer son descartes para un noticiero fílmico. Hasta ahora inaccesible para su revisión, es de suponer que, al igual que Puertas cerradas, este otro reportaje adoptó el punto de vista oficial acerca de los padecimientos mentales en México y su necesidad de tratamiento por medio de la reclusión, pero ahora “modernizada”.
[5] A diferencia del debut de Alfonso Arau, ocurrido en un contexto aún no propicio para este tipo de manifestaciones, el inicio de Juan López Moctezuma se produjo en una etapa en la que ya fue del todo evidente la irrupción de un relevo generacional. En tan solo dos años, 1970-1971, se produjeron los respectivos debuts de 26 realizadores, cifra que en algún sentido anunció lo que con el paso del tiempo se conocería como “Nuevo cine mexicano”, un fenómeno que fue estimulado y apoyado por el Estado como parte de la “Apertura democrática”, manipuladora respuesta a los excesos autoritarios del gobierno diazordacista.