DOI: https://doi.org/10.32870/vsao.v6i11.7725

Investigación y debate

 

Prácticas alimentarias tradicionales indígenas: resistencias y luchas ante los imperios alimentarios

Indigenous Traditional Food Practices: Resistance And Struggles Against Food Empires

 

 

Sabina Victoria García Zúñiga1

María del Rosario Ayala Carrillo2

1Universidad Autónoma de Chapingo

2Colegio de Posgraduados en Ciencias Agrícolas

 

 

Resumen

La concentración del poder en los sistemas alimentarios globales por parte de las corporaciones transnacionales ha generado profundas transformaciones en las dinámicas de producción, distribución y consumo de alimentos. Sin embargo, a nivel local, particularmente en las comunidades rurales e indígenas, el trabajo de las mujeres en la conservación de la producción y preparación de alimentos sigue siendo fundamental para la preservación de la cultura alimentaria tradicional. En el presente artículo, a partir de una revisión bibliográfica se propone una reflexión teórica sobre cómo los llamados “imperios alimentarios” han influido en las actuales prácticas de producción y consumo de alimentos. Destaca que, aunque esto ha favorecido la homogenización de las dietas y el desplazamiento de prácticas alimentarias locales en favor de modelos industriales y altamente estandarizados, las prácticas tradicionales indígenas han logrado resistir estos embates, luchando contra los imperios y manteniendo una cultura alimentaria tradicional, local y ancestral.

Palabras clave: sistemas alimentarios, cultura alimentaria, pueblos indígenas, globalización, seguridad alimentaria

 

Abstract

The concetration of power in global food systems by trasnational corporations has generated profound transformations in the dynamics of food production and consumption worlwide. However, at the local level, particulary in rural and indigenous communities, women`s work in preserving food production and preparation has been essential for maintaining traditional food cultures. The present article, through an exhaustive literature review, offers a theoretical reflection on how food empires have permeated current culinary production and consumption practices. Despite this, traditional indigenous practices have resisted these onslaughts, fighting against these empires and maintaining a traditional, local, and ancestral food culture.

Keywords: food systems, food culture, indigenous peoples, globalization, food security

 

Recibido: 11/11/2024

Aceptado: 05/02/2025

 

 

Introducción

En el último siglo, la dinámica global de la alimentación ha cambiado considerablemente. El control de los sistemas alimentarios se ha ido concentrando cada vez más en grandes conglomerados empresariales, conocidos como “imperios alimentarios”. Según Van Der Ploeg (2010:167), estos imperios son “redes oligopólicas operadas a nivel global, que controlan partes importantes y en expansión de los procesos de producción, procesamiento, distribución y consumo de alimentos”. Son estructuras de poder que determinan qué, cómo y quiénes producen los alimentos, y cómo, dónde y quiénes los consumen.

En las últimas décadas, las corporaciones han consolidado su dominio mediante estrategias que incluyen el acaparamiento del mercado alimentario, la compra masiva de tierras fértiles, la promoción agresiva de monocultivos industrializados y el despliegue de sofisticadas campañas publicitarias en diversos medios que influyen en los hábitos de consumo de la población mundial. Este modelo agroindustrial no solo ha cambiado radicalmente los paisajes rurales, sino que también ha alterado las relaciones sociales y culturales vinculadas con la producción y el consumo de alimentos.

En medio de esta hegemonía corporativa, persisten formas alternativas de producir y consumir lo propio. En México, a lo largo del tiempo, las comunidades indígenas han mantenido viva una relación diferente con la tierra y los alimentos, basada en conocimientos ancestrales transmitidos de generación en generación. Sus prácticas agrícolas y de preparación de alimentos, además de representar métodos de producción, constituyen sistemas integrales resilientes, que entrelazan aspectos culturales, espirituales y ecológicos.

Las mujeres indígenas han sido protagonistas clave en la preservación y revitalización de los saberes tradicionales relacionados con la preparación de alimentos y la conservación de los sabores culinarios. Su rol va más allá de la mera producción de alimentos; son guardianas de un patrimonio cultural que abarca técnicas de cultivo, conocimientos sobre plantas medicinales, métodos de conservación de semillas y prácticas gastronómicas que han sostenido a sus comunidades durante generaciones.

La resistencia frente a la expansión de los imperios alimentarios se expresa en múltiples dimensiones, desde la defensa activa de sus territorios ancestrales hasta la protección de variedades de semillas nativas, la conservación de las formas tradicionales de preparar alimentos, así como el gusto y preferencia por ciertos productos. Estas acciones no solo desafían el modelo agroindustrial dominante, sino que proponen alternativas viables y sostenibles.

Los conocimientos y prácticas que preservan y transmiten, principalmente las mujeres, son mucho más que simples técnicas agrícolas y culinarias; reflejan una cosmovisión que concibe la producción de alimentos como parte de un sistema más amplio de relaciones entre los seres humanos y la naturaleza. Esta perspectiva holística contrasta fuertemente con el enfoque reduccionista y mercantilista de los imperios alimentarios.

Mientras los imperios alimentarios siguen expandiendo su influencia a través de estrategias de mercado cada vez más sofisticadas y el control de recursos productivos, las mujeres indígenas persisten en su labor de mantener vivas las tradiciones alimentarias de sus pueblos.

 

El impacto de los imperios alimentarios

El sistema alimentario global contemporáneo se caracteriza por la concentración del poder en grandes corporaciones trasnacionales que controlan la producción, distribución y consumo de los alimentos. Este modelo tiene sus orígenes en la industrialización de la agricultura, impulsada en gran medida por los avances en la química agrícola durante el siglo XIX. Uno de sus principales exponentes fue el alemán Justus von Liebig (1803-1873), cuyos estudios sobre la nutrición de las plantas sentaron las bases para el desarrollo de fertilizantes artificiales en Europa, lo que permitió un aumento en la producción de alimentos y facilitó la expansión de este modelo a nivel mundial (Jiménez, 2003). 

Más recientemente, la Revolución Verde transformó de manera importante los modelos agrícolas tradicionales. Se caracterizó por el desarrollo de variedades mejoradas altamente productivas y la aplicación de paquetes tecnológicos que incluían fertilizantes químicos, pesticidas, riego y mecanización, lo que modificó significativamente los territorios y sistemas alimentarios (Chamorro, 2023). Esto dio paso al modelo agrícola dominante actual, basado en la producción intensiva a gran escala, con extensos monocultivos, una alta dependencia de combustibles fósiles y el uso excesivo de agroquímicos (García y Roldán, 2023). Además, ha incorporado avances científicos y tecnológicos en la producción y procesamiento de alimentos. Esta transformación ha sido impulsada por la integración de tecnologías de la información y comunicación en toda la cadena de valor, desde la producción hasta la distribución (Camacho et al., 2019; Gasca y Torres, 2014).

En la actualidad, el mercado global de semillas y agroquímicos está dominado por un reducido número de corporaciones. Según Hernández et al. (2019), tres empresas concentran gran parte de este sector: Bayer, que después de adquirir Monsanto controla aproximadamente una cuarta parte del mercado; Dow, que se fusionó con Dupont; y ChemChina, que compró Syngenta. Este control oligopólico no solo se ejerce sobre la producción y distribución de semillas e insumos químicos, sino que se extiende a la esfera legal y normativa, particularmente en los derechos de propiedad intelectual y los procesos de certificación de semillas, con un impacto directo en los sistemas agroalimentarios locales.

La industrialización de la agricultura ha transformado radicalmente la naturaleza de la producción de alimentos. Los campos agrícolas, antes enfocados en el consumo directo, se han convertido en proveedores de materias primas para la industria alimentaria. Este proceso se enmarca en la globalización, la liberalización de los mercados y la expansión de los organismos genéticamente modificados (OGM). De acuerdo con Vandana Shiva, corporaciones como la Fundación Bill y Melinda Gates (FBMG) reducen las semillas a un código genético, despojándolas de su historia evolutiva, su relación con el suelo y su valor cultural. Esto les permite controlar la producción de alimentos a nivel global, subordinando las necesidades de las comunidades a los intereses de las grandes corporaciones. Esta práctica, como señala Shiva (2020), constituye una forma de colonialismo genético que amenaza la diversidad biológica y cultural del planeta.

Este modelo se sustenta en la idea de que el mundo cuenta con un suministro alimentario más seguro que nunca (Van Der Ploeg, 2010). Sin embargo, detrás de este discurso persisten profundas desigualdades en el acceso a alimentos saludables y nutritivos. Mientras algunas regiones enfrentan sobreproducción y desperdicio de alimentos, otras padecen hambre crónica y malnutrición. El poder sigue concentrándose en manos de grandes corporaciones que imponen sus condiciones a los pequeños productores y a los consumidores. La expansión de estos sistemas alimentarios se asemeja a una conquista, donde los intereses económicos prevalecen sobre las necesidades humanas y ambientales.

Como señala López (2023), la producción agrícola intensiva, enfocada en la maximización de beneficios, ha provocado el agotamiento de recursos naturales, la reducción de la biodiversidad y la marginación de comunidades locales. Además, se ha priorizado la apariencia de los alimentos sobre su valor nutricional y su impacto en la salud, imponiendo estándares estéticos cada vez más rigurosos en la producción y comercialización de frutas y verduras. Esta búsqueda de la perfección visual ha llevado al uso intensivo de agroquímicos y a prácticas agrícolas que afectan la calidad nutricional de los alimentos y la salud de los consumidores (Berdegué et al., 2005).

Otro aspecto crucial de esta transformación es el cambio en el papel del Estado. Las funciones tradicionales de regulación y supervisión en la producción de los alimentos han sido progresivamente transferidas al sector privado. Como resultado, las corporaciones han asumido un control sin precedentes sobre los sistemas alimentarios, imponiendo estándares, protocolos y prácticas que determinan cómo se producen, procesan y distribuyen los alimentos a nivel global (Hernández y Villaseñor, 2014).

Con el retiro del Estado, los sistemas alimentarios quedaron bajo el control de lo que Van Der Ploeg (2019:168) denomina imperios alimentarios, que “ordenan y controlan las partes del mundo social y natural que están asociadas con la agricultura y con la alimentación”. La particularidad de estos imperios radica en su modelo operativo: no generan valor de manera independiente, sino que se apropian del valor generado por otros actores dentro del sistema alimentario. En lugar de desarrollar sus propios recursos, estos imperios ejercen control sobre los recursos de terceros sin necesidad de poseerlos directamente. Su poder se ha consolidado a través de la integración de la agricultura empresarial y capitalista a gran escala, caracterizada por una creciente centralización de operaciones. Esto ha sido posible mediante alianzas, fusiones y adquisiciones, lo que ha concentrado el poder de decisión en manos de unos pocos, permitiéndoles imponer sus estrategias en el mercado y aumentar su influencia en la cadena de suministro global (Delgado, 2010; Gasca y Torres, 2014; Liverani y Gallar, 2021).

El sistema alimentario global se distingue por su complejidad y por la extensión de sus cadenas de producción y distribución, lo que genera una desconexión entre productores y consumidores, es decir, “invisibilizan los alimentos, su identidad, su origen y quién está detrás de cada eslabón de la cadena alimentaria” (Piraux y Cuenin, 2021:113).

Esta transformación ha redefinido la naturaleza de los alimentos, reduciéndolos a meras mercancías cuyo valor principal radica en su capacidad para generar beneficios económicos, más que en su calidad o aporte nutricional. Ante esta situación, tanto las industrias como los gobiernos parecen priorizar la protección de los intereses de las grandes corporaciones sobre la salud y el bienestar de los consumidores (Gracia, 2004).

Otro factor que ha influido en la consolidación de los imperios alimentarios es la concentración del mercado global en manos de unas pocas corporaciones multinacionales, como se muestra en la Tabla 1. Empresas como Nestlé, PepsiCo y Unilever, cuyos ingresos anuales alcanzan miles de millones de dólares, controlan gran parte de la producción, distribución y comercialización de alimentos a escala mundial. Este oligopolio les permite destinar sumas exorbitantes a la publicidad y al diseño de sofisticadas estrategias de marketing que influyen en las decisiones colectivas de compra y fomentan el consumo de productos ultraprocesados, altos en azúcares, grasas y sodio.

 

Tabla 1. Las 10 grandes corporaciones que dominan el mercado alimentario global

Corporación

Origen

Ganancias (millones de dólares)

Nestlé

Suiza

$103.500 mdd

PepsiCo

Estados Unidos

$91.900 mdd

Uniliver

Londres

$64.500 mdd

Coca-cola

Estados Unidos

$46.100 mdd

Mars

Estados Unidos

$36.500 mdd

Mondelez

Estados Unidos

$36.100 mdd

Danone

Francia

$29.900 mdd

Associated British Foods

Londres

$24.900 mdd

Grupo Bimbo

México

$22.800 mdd

General Mills

Estados Unidos

$20.200 mdd

Fuente: Elaboración propia con datos de la revista Más industrias (2024), disponible en: https://masindustrias.com.ar/cuales-son-las-10-companias-de-alimentacion-mas-importantes-del-mundo/

 

La aparente abundancia alimentaria se ve empañada por crecientes preocupaciones sobre la calidad de los productos y los riesgos para la salud asociados a su consumo. La proliferación de alimentos ultraprocesados ha sido impulsada por la industria alimentaria (García y Roldán, 2023; Nyarko y Bartelmeß, 2024); de ahí que estos productos, caracterizados por su alto contenido de aditivos, grasas, azúcares y sal, y su bajo valor nutricional (Gracia, 2004), han logrado penetrar en los mercados globales. Aunque esta diversificación de la oferta alimentaria ha ampliado las opciones disponibles, no ha garantizado un acceso equitativo a alimentos saludables, ni que todos los productos ofrecidos sean nutritivos.

La adopción generalizada de dietas ultraprocesadas ha desatado una crisis de salud pública mundial, estrechamente vinculada al aumento de enfermedades crónicas no transmisibles, como la obesidad y la diabetes, condiciones que deterioran significativamente la calidad de vida de las poblaciones, sobre todo de los grupos más vulnerables (López, 2023). Según un informe de la Organización Mundial de la Salud (2022), 2500 millones de adultos (18 años o más) padecen sobrepeso, de los cuales 890 millones son obesos (OMS, 2024).

Las persistentes desigualdades socioeconómicas limitan el acceso a una alimentación adecuada para amplios sectores de la población, especialmente para aquellos con menores ingresos o que habitan en zonas rurales. Irónicamente, las zonas rurales son las principales productoras de alimentos. Según datos del Banco Mundial, más del 50% de la producción alimentaria proviene de las pequeñas explotaciones agrícolas (Morris et al., 2020). Además, la FAO (2022) señala que las mujeres producen entre el 60% y 80% de los alimentos en los países en desarrollo y la mitad de los alimentos a nivel mundial, lo cual demuestra el impacto significativo de la producción a pequeña escala, liderada por mujeres, en la alimentación global.

Un elemento clave ha sido la implementación de un modelo de comercialización capitalista global, dominado por oligopolios y monopolios. A partir de la década de 1990, la expansión de grandes cadenas de supermercados y tiendas de autoservicio empezó a transformar los canales de distribución, ofreciendo una gama de productos alimenticios principalmente de marcas reconocidas. Sin embargo, al favorecer a proveedores a gran escala, estas corporaciones han marginado a pequeños agricultores y productores, quienes enfrentan numerosas barreras tanto para ingresar a estos supermercados (Reardon y Berdegué, 2008) como para acceder a otros espacios de comercialización.

El marketing alimentario desarrollado por las empresas multinacionales ha tratado de homogeneizar los gustos y preferencias, buscando crear, como señala Contreras (2013), una identidad de carácter universal, globalizada, lo que ha devastado el significado cultural de los alimentos en cada sociedad.

La magnitud de esta transformación se ejemplifica en el caso de Walmart, la multinacional estadounidense cuya amplia oferta de productos abarca tanto alimentos como artículos no alimentarios. Walmart ha consolidado su posición como el mayor minorista a nivel mundial, con presencia en 24 países y ventas que superaron los 572,754 millones de dólares en 2021 (Deloittee, 2023). Las implicaciones de este control corporativo van más allá del ámbito económico, pues trastocan aspectos sociales, culturales y ambientales de los sistemas alimentarios, como la apropiación de los conocimientos tradicionales. Esta es solo una faceta del control que ejercen estos imperios.

Los imperios alimentarios también han tenido efectos en fenómenos sociales como la migración y las relaciones sociales. La migración ha propiciado una rápida mezcla de costumbres y valores, lo que ha disminuido el interés de las nuevas generaciones por los modos de vida tradicionales, incluidos los hábitos alimentarios. A medida que avanza la modernización y se adoptan nuevos estilos de vida, se observa una erosión progresiva de la integridad cultural de los alimentos tradicionales (Sabbah et al., 2024).

La imposición de este modelo alimentario, asociado al capitalismo neoliberal, ha marginado y desvalorizado los sistemas alimentarios indígenas, como la milpa, que integra una diversidad de cultivos (frijol, maíz, calabaza) y frutos de recolección, así como animales e insectos silvestres adaptados a los entornos ecológicos locales. A través de los medios de comunicación, alimentos de producción local como el frijol han sido estigmatizados y asociados con la pobreza, mientras que los productos industrializados se han promovido como símbolos de estatus y modernidad.

Este proceso de desvalorización, como señala Velázquez (2021), ha llevado a que incluso las comunidades indígenas interioricen la idea de que sus alimentos tradicionales son de menor calidad, debilitando así su identidad cultural y alimentaria. Esta situación refleja la persistencia de la colonialidad, que se manifiesta en la dominación de los conocimientos científicos occidentales sobre los saberes tradicionales (De Souza Santos, 2010).

La colonialidad en la alimentación ha establecido una jerarquía donde los productos industrializados son percibidos como superiores. Esta imposición ha llevado a la pérdida de diversidad alimentaria y a la adopción de patrones de consumo que no solo son menos saludables, sino que también contribuyen a la pérdida de identidad cultural y al deterioro de los ecosistemas.

Los sistemas agroalimentarios indígenas, sus prácticas de cultivo y sus tradiciones culinarias, al no ajustarse a los parámetros de eficiencia y productividad del modelo agroindustrial, son frecuentemente calificados como atrasados o improductivos (Swiderska et al., 2022). No obstante, esta visión reduccionista ignora la riqueza cultural, el valor nutricional de los alimentos tradicionales y la sostenibilidad ecológica inherente a estos sistemas.

Lo anterior ha erosionado las normas y costumbres culinarias tradicionales, que regulaban aspectos como los horarios de las comidas, los espacios de consumo, los platos típicos y los rituales asociados. La pérdida de estas prácticas alimentarias no solo debilita la identidad cultural, sino que también reduce la diversidad culinaria y el conocimiento gastronómico transmitido de generación en generación.

La expansión de los imperios alimentarios, arraigada en procesos históricos de colonización y dominación, ha llevado a la homogeneización de los sistemas alimentarios a nivel global. Este modelo, basado en la lógica del lucro y la explotación de recursos, ha encontrado resistencia en comunidades campesinas e indígenas, así como en movimientos sociales que cuestionan las prácticas agrícolas convencionales y defienden sus formas de vida y conocimientos ancestrales.

 

Alternativas ante el modelo alimentario global

Ante la creciente influencia de los imperios alimentarios, diversos actores sociales han propuesto alternativas fundamentadas en la agroecología, la soberanía alimentaria y la recampesinización.

La agroecología, según Altieri (2002:28), es “una disciplina que provee los principios ecológicos básicos sobre cómo estudiar, diseñar y manejar agroecosistemas que son productivos y a su vez conservadores de los recursos naturales y que, además, son culturalmente sensibles, socialmente y económicamente viables”.

La soberanía alimentaria, propuesta por la Vía Campesina en 1996, no se limita a la producción de alimentos, sino que evidencia el derecho de los pueblos a definir sus propios sistemas alimentarios, a decidir qué, cómo y para quién se producen los alimentos.

Por su parte, la recampesinización es definida como “la lucha por la autonomía y subsistencia dentro de un contexto de privatización y dependencia” (Van Der Ploeg, 2010:27). Iniciativas como los huertos comunitarios, la agricultura orgánica y los mercados campesinos han demostrado ser estrategias efectivas para fortalecer los sistemas alimentarios locales y reducir la dependencia de las grandes corporaciones (Holt, 2013).

El modo de vida de los pueblos indígenas está intrínsecamente ligado a la relación de la biodiversidad y el territorio mediante prácticas sostenidas (Villamajó et al., 2013). La preservación de la cultura alimentaria indígena, caracterizada por prácticas ancestrales y un profundo conocimiento de la biodiversidad local, representa un contrapunto a los sistemas alimentarios industrializados. Engloba un conjunto de representaciones, creencias y prácticas asociadas a la producción, preparación y consumo de alimentos (Contreras y Gracia, 2005; Esponda y Galindo, 2023), los cuales han sido duramente impactados por la globalización alimentaria, provocando la desaparición de producciones de carácter local y de numerosas variedades, vegetales y animales, que estaban en la base de las cocinas (Contreras, 2013).

El informe de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas, destaca que los últimos 50 años han sido alarmantes para la biodiversidad en el planeta: el 75% de la superficie terrestre ha sufrido alteraciones, 66% de la superficie oceánica experimenta cada vez más efectos acumulativos y se ha perdido más del 85% de la superficie de humedales, alrededor del 25% de las especies de grupos de animales y plantas están amenazadas (IPBES, 2019).

Por tal motivo, son necesarias otras propuestas, no solo enfocadas a la producción de alimentos, sino también a la conservación de las formas de preparación y de los gustos culinarios que lleven a preservar todo lo que implica la cultura alimentaria tradicional indígena.

Contreras (2013) destaca un creciente interés por recuperar las tradiciones culinarias, que se refleja en la revalorización de sabores y saberes locales, así como en la búsqueda de productos y platillos autóctonos en peligro de extinción. Esta tendencia muestra la conciencia de la cocina como patrimonio cultural y la necesidad de preservarla por razones ecológicas y culturales. La recuperación de variedades vegetales y razas animales locales, junto con la promoción de productos artesanales y platos tradicionales, busca reivindicar la identidad culinaria y combatir la homogeneización alimentaria.

La riqueza de los alimentos indígenas radica en su profunda conexión con la cultura. Más allá de su valor nutricional, estos alimentos “tienen historias asociadas con el pasado de quienes los comen; las técnicas empleadas para encontrar, procesar, preparar, servir y consumir esos alimentos varían culturalmente […] su consumo siempre está condicionado por el significado” (Mintz, 2003 en Hernández, 2018:17).

La relación entre alimentación e identidad cultural se manifiesta en los sistemas alimentarios tradicionales indígenas, los cuales están formados por un conjunto de valores transmitidos de generación en generación, adaptados para servir al contexto del lugar, la gente y los ciclos de vida, además de proporcionar nutrición y valor social/cultural para las comunidades (Ellena y Nongkynrih, 2017; Ferreira et al., 2021).

Según Swiderska et al. (2022), estos sistemas han demostrado ser resilientes frente a la homogeneización alimentaria, al conservar técnicas ancestrales que abarcan desde la selección de semillas hasta la preparación de los alimentos. Esta resiliencia se sustenta en la conexión con la biodiversidad local, el territorio, la cosmovisión y conocimientos tradicionales. El sistema alimentario se materializa en las cocinas, espacios donde se combinan saberes, costumbres y tradiciones, y se conjuga lo material y lo simbólico (Aguirre, Díaz, y Polischer 2015).

Campos y Favila (2018:25) señalan que “las culturas alimentarias indígenas, conocidas como cocinas tradicionales, más allá de denotar un espacio, comprenden una relación con el territorio, expresada en los saberes agrícolas, los relatos, mitos y rituales asociados, costumbres, prescripciones y prohibiciones”. A través de las prácticas alimentarias vigentes en una comunidad, se preserva la cultura. En este sentido, la cocina tradicional tiene un papel importante: “aquella que tiene valor simbólico, está inmersa en las costumbres de cierta comunidad y engloba un conjunto de técnicas, saberes e identidad propia, es distinto en todos los territorios pues sus diferencias están determinadas por condiciones climáticas y geográficas” (Nieto, 2010:10).

Mantener los conocimientos y prácticas culturales relacionados con la alimentación, a pesar de los intentos por erradicarlos, demuestra su importancia para la soberanía alimentaria de los pueblos indígenas (Joseph y Turner, 2021). Además, los consumidores demandan cada vez más productos locales y tradicionales, vinculados a territorios específicos y a saberes ancestrales. Esta tendencia fomenta la producción local y fortalece los vínculos entre las comunidades y sus entornos, desafiando así los modelos alimentarios industrializados (Contreras, 2013).

Las mujeres campesinas e indígenas cumplen un rol fundamental en la gestión, conservación y uso de la agrobiodiversidad presente en sus territorios; también son piedra angular de la agricultura a pequeña escala, la fuerza laboral agrícola y la subsistencia diaria de las familias; y son esenciales para la seguridad alimentaria y nutricional del hogar (Ellena y Nongkynrih, 2017). Aunque las mujeres tienen información relevante para fomentar la soberanía alimentaria, a menudo se las subestima, ya que su participación se desarrolla en un contexto marcado por estructuras patriarcales y el pensamiento eurocéntrico, que históricamente ha invisibilizado su trabajo y silenciado sus voces (Campiño y Díaz, 2023). Sin embargo, Estermann (2006) enfatiza el papel activo de las mujeres indígenas como productoras y transmisoras de conocimiento, desafiando estas estructuras de dominación.

Los saberes que poseen las mujeres indígenas, según analiza Huenchuan (2002), emergen de una praxis cotidiana vinculada a sus múltiples roles en la gestión del hogar, la comunidad y el ecosistema. Esta división sexual del trabajo ha generado una especialización en el conocimiento y manejo de espacios físicos y sociales específicos, particularmente evidentes en las prácticas alimentarias que se desarrollan en los espacios domésticos.

El conocimiento tradicional de las mujeres se centra, principalmente, en la supervivencia. Ellas desempeñan un papel clave en la domesticación, conservación de plantas y especies animales culturalmente significativas, sobre todo aquellas utilizadas en la comida tradicional. Además, poseen conocimientos sobre el procesamiento y la conservación de ciertos alimentos (Osman, 2012; Sabbah et al., 2024).

La transmisión de conocimientos culinarios ha sido tradicionalmente oral, aprendida a través de la práctica directa en la cocina. Este proceso ocurre por la vía materna, la madre enseña a sus hijos e hijas, lo que ha permitido la transmisión de técnicas culinarias, combinaciones de sabores y presentaciones de alimentos a lo largo de generaciones (Bernal y Alvarado, 2023). La agencia de las mujeres indígenas también se manifiesta en la elección de alimentos en el hogar, promoviendo productos alimenticios tradicionales, lo que las convierte en piezas clave para proporcionar dietas variadas a la mesa familiar (Ellena y Nongkynrih, 2017; Singh et al., 2020). Estas prácticas no solo garantizan la soberanía alimentaria familiar, sino que también contribuyen a la preservación de la biodiversidad agrícola y la transmisión de conocimientos tradicionales.

Por lo tanto, la participación de las mujeres en los sistemas alimentarios es fundamental para su sostenibilidad y resiliencia. Gracias a sus habilidades, contribuyen a la diversificación de la dieta, a la reducción de la pérdida de alimentos y a la mejora de la nutrición de sus familias y comunidades a bajo costo (Sabbah et al., 2024).

Su papel va más allá de la mera producción de alimentos; son guardianas de un sistema de conocimientos que integra el respeto por la tierra, la comprensión de los ciclos naturales y la responsabilidad con el entorno. Esta relación con el territorio y sus recursos se materializa en prácticas cotidianas que sostienen la diversidad cultural, biológica y económica de sus comunidades.

 

Conclusiones

La transformación del sistema alimentario global, impulsada por la lógica del capitalismo, ha dado lugar a los llamados imperios alimentarios. Estas estructuras de poder ejercen un control casi absoluto sobre la producción, distribución, comercialización y consumo de alimentos a escala mundial. A través de la tecnificación de la agricultura, el uso intensivo de agroquímicos y la concentración del mejoramiento genético, han logrado incrementar significativamente los rendimientos agrícolas.

Los imperios alimentarios crean redes que les permiten expandirse y controlar todos los procesos implicados hasta que los alimentos llegan al consumidor final. Sin embargo, la mercantilización impulsada por estas corporaciones ha desvinculado los alimentos de su valor intrínseco, convirtiéndolos en una mercancía más dentro del mercado global. Esta redefinición del alimento como un activo financiero ha priorizado la maximización de beneficios económicos sobre cualquier otro criterio. Además, estos sistemas promueven la llamada dieta neoliberal, que profundiza la desigualdad alimentaria y perpetúa brechas sociales y económicas. Las clases bajas y medias tienden a consumir principalmente productos ricos en carbohidratos y enfrentar mayores carencias nutricionales, mientras que la abundancia de alimentos ultraprocesados, ricos en azúcares, grasas saturadas y sodio, pero pobres en nutrientes, ha contribuido al aumento global de enfermedades crónicas como la obesidad, la diabetes y enfermedades cardiovasculares.

La expansión de los imperios alimentarios también ha generado un alto costo ambiental. La implementación de monocultivos a gran escala ha alterado el equilibrio ecológico, al transgredir el derecho fundamental de las comunidades a mantener una relación armónica con su entorno natural, degradar suelos, contaminar fuentes de agua y reducir la biodiversidad. Además, ha traído consigo graves impactos sociales, como el despojo de tierras y el desplazamiento de comunidades en las zonas rurales y el aumento de la violencia. La concentración de la producción alimentaria en pocas manos no solo ha reducido la diversidad de alimentos disponibles, sino que ha debilitado los vínculos entre productores y consumidores, erosionando los sistemas alimentarios locales y tradicionales.

Este fenómeno trasciende el ámbito meramente económico y se manifiesta en una forma de colonialidad de la alimentación que ha devaluado sistemáticamente los sistemas alimentarios tradicionales, en particular aquellos relacionados con comunidades campesinas e indígenas.

La marginación de ciertos alimentos y prácticas alimentarias tradicionales no es solo el resultado de cambios en los patrones de consumo, sino que refleja una construcción ideológica deliberada que asocia estos alimentos con el atraso o la pobreza. Esta devaluación cultural ha sido clave en la consolidación del poder de los imperios alimentarios, al establecer una jerarquía que privilegia los productos industrializados sobre los tradicionales, sin considerar su valor nutricional o cultural.

En este contexto, la resistencia de las comunidades locales, particularmente las prácticas alimentarias tradicionales lideradas por mujeres, emerge como un factor crucial en la preservación de la diversidad alimentaria y cultural. La producción, el procesamiento y el consumo de alimentos tradicionales representan actos de resistencia significativos frente a la homogeneización impuesta por el sistema alimentario industrial.

 

 

Bibliografía

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